El miedo y sus consecuencias

 Un maestro de artes marciales, antes de empezar la clase del día, hace sentar en el tatami del doyo a todos sus alumnos y le habla del miedo.

    El miedo, jóvenes discípulos, es como el primer enemigo invisible que enfrentamos antes de entrar en combate. Pero no nace con nosotros. Cuando llegamos al mundo, somos como un cuerpo sin armadura, sin prejuicios, sin sombras. Un niño ve a un extraño y le dice ‘hola’ sin pensar. Ese es el espíritu puro del guerrero: abierto, sin temor, sin juicio.

Pero luego vienen los instructores del mundo: padres, maestros, sociedad. Nos enseñan a temer al error, a la caída, al suspenso, al qué dirán. Nos enseñan que fallar es perder. Y así, el miedo se instala como un virus en nuestro sistema.

Cada experiencia dolorosa, cada palabra que nos hiere, cada mirada que nos juzga… va construyendo una coraza. Pero no es una coraza que protege: es una que limita. Nos volvemos supersticiosos, inseguros, y empezamos a culpar a otros por nuestras heridas. Perdemos el equilibrio interno ya que nos alejamos de nuestro centro. Y cuando el espíritu se desequilibra, el cuerpo lo sigue. La ansiedad, la tristeza, la enfermedad… son síntomas de un alma que ha olvidado su centro.

Por eso, en las artes marciales no solo entrenamos el cuerpo. Entrenamos la mente. Respiramos. Observamos. Aprendemos a mirar al miedo a los ojos y decirle: ‘Te veo, pero no te sigo’. Porque el verdadero guerrero no es el que nunca siente miedo, sino el que no se deja gobernar por él.

Recuerda esto: el niño que fuisteis aún vive dentro de cada uno de vosotros. El que saludaba sin miedo. El que se lanzaba sin pensar. Si puedes volver a él, aunque sea por un instante, habrás dado el primer paso hacia la libertad.

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