El bambú y el guerrero

🥋 El bambú y el guerrero

En un pequeño gimnasio rodeado de montañas, vivía un maestro de artes marciales que enseñaba, no solo con movimientos, sino con historias. Un día, mientras la nieve caía silenciosa sobre el jardín, llamó a sus discípulos y les pidió que observaran los árboles.

—¿Qué veis? —preguntó.

Uno respondió: —El pino se mantiene firme, pero sus ramas se han roto por el peso de la nieve.

Otro añadió: —El bambú se ha doblado, pero no se ha roto. Parece que la nieve resbala por él como si fuera una carretilla de un albañil que la descarga suavemente en el suelo para luego volver a su posición original.

El maestro sonrió. —Así es la mente del guerrero. Si es rígida, se quiebra ante la presión y las dificultades. Si es flexible, se adapta, se inclina, y luego vuelve a su forma original. La paciencia y la escucha son como la savia del bambú: invisibles, fuente de riqueza interior y esenciales para alcanzar la maestría que exige querer llegar a ser un guerrero. Además si tienes paciencia para escuchar con el tiempo si adoptas una actitud de, en el trabajo con el compañero de técnicas, apreciarás maestría en cada forma diferente que cada compañero adopta al realizar las técnicas de artes marciales que os trato de enseñar.

Luego, llevó a los alumnos al doyo y les enseñó a caer. Una y otra vez, caían y se levantaban. Algunos se frustraban, otros reían, pero todos acababan aprendiendo.

—Cada caída —dijo el maestro— es una conversación con el error. Si lo escuchas, te enseña. Si lo rechazas, te derrota. Aprender a caer sin miedo es aprender a vivir sin miedo al fracaso. El fracaso debe verse como la oportunidad de repetir el intento sin cometer el error que has cometido y que te ha llevado a caer.  Al levantarse rápido en tu entrenamiento la mente aprende a relajarse de forma paulatina en los intentos de objetivos asumiendo los nervios y las preocupaciones como algo que se diluyen repitiendo el levantarse sin frustración después de cada caída. Con esto la mente adopta resiliencia: la fuerza que no se ve, pero que sostiene todo.

Los alumnos, con el tiempo, aceptan el entrenamiento de las artes marciales con la idea de que el entrenamiento físico sirve para dar disciplina, capacidad de esfuerzo y conseguir ver diferentes estrategias ante los problemas que diferentes situaciones se originan en el dojo y que, al extenderlo a la vida lejos del dojo, son facultades y habilidades para enfrentarse a las muchas y diferentes formas que el día a día te impone y que son retos que te hacen conseguir el calificativo de guerrero.

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El poder del silencio

 🥋 El poder del silencio

En un pequeño dojo rodeado de colinas y bambú, vivía un anciano maestro de artes marciales llamado Haru. No era conocido por su fuerza, sino por su serenidad. Decían que podía escuchar el viento antes de que soplara.

Un día, un joven discípulo llamado Ren llegó al dojo, buscando aprender a defenderse del mundo. “Maestro,” dijo, “quiero ser fuerte. Quiero que nada me perturbe.”

Haru lo miró con una sonrisa suave y lo llevó al jardín. “Golpea ese bambú,” ordenó.

Ren lo golpeó con fuerza, pero el bambú se dobló y volvió a su lugar. “¿Lo ves?” dijo Haru. “El bambú no se resiste. No lucha contra el viento. Se adapta, pero nunca se rompe.”

Durante semanas, Ren entrenó con intensidad. Pero su mente estaba llena de ruido: preocupaciones, comparaciones, deseos. Cada vez que erraba un movimiento, se frustraba.

Una mañana, mientras practicaban katas, Haru lo detuvo. “Tu cuerpo está aquí, pero tu mente está en otro lugar. La atención es el primer arte. Si no puedes estar presente, no puedes ser libre.”

Ren se sentó bajo el bambú y comenzó a observar su respiración. Día tras día, aprendió a escuchar el silencio entre sus pensamientos. A notar cómo la mente quería correr, pero él podía elegir quedarse.

Un año después, Ren ya no buscaba fuerza. Buscaba claridad. Su mente se volvió como el bambú: flexible, consciente, positiva. No porque ignorara el dolor, sino porque sabía que todo pasaba, como el viento.

Haru le dijo entonces: “La verdadera defensa no está en el puño, sino en la mente que no se deja arrastrar. La atención consciente es el arte más alto. Y tú ya lo practicas.”

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La luz de la esperanza en un comienzo que el amor arroja a una situación límite

La luz de la esperanza en un comienzo que el amor arroja a una situación límite

En una aldea escondida entre colinas y robles centenarios, vivían Tomás y Clara, una pareja que parecía haber sido tejida por el mismo hilo de ternura. La guerra había arrasado pueblos cercanos, pero a ellos no los tocó: Tomás, con su pierna maltrecha desde niño, no fue llamado a filas. Clara, con manos de alfarera y alma de poeta, cuidaba de él y del huerto que alimentaba a ambos.

Cada noche, se sentaban bajo el alpendre de su casa, escuchando el canto de los grillos y el susurro del viento entre los árboles. Pero una noche, el silencio fue roto por un llanto que venía de la casa vecina. Era Teresa, una mujer joven, de mirada profunda y voz dulce, que acababa de recibir la carta que confirmaba la muerte de su marido en el frente.

Clara, conmovida, se acercó a ella. La encontró abrazada a la carta, temblando como una hoja. No dijo nada al principio. Solo se sentó a su lado, y le ofreció su mano. Teresa la tomó como quien se aferra a la última rama antes de caer.

Esa noche, Clara volvió a casa con el corazón encogido. Miró a Tomás y le dijo:

—Amor mío, esta noche quiero que hagamos algo por ella. No por compasión, sino por amor. Por el amor que nos sostiene, que nos ha salvado. Quiero que le demos un momento de dulzura, de calor humano. Que sienta que aún hay vida, que aún hay belleza. No es solo consuelo, es un acto de amor compartido. Ámala, como si fueras yo. Hazlo por nuestro amor, que no es posesión, sino generosidad.

Tomás la miró largo rato. No había deseo en su mirada, sino comprensión. Clara lo abrazó, y él fue a la casa de Teresa. No hubo palabras, solo gestos lentos, miradas sinceras, y un temblor compartido. Lo que ocurrió allí no fue pasión, sino un ritual de ternura, un acto de humanidad.

Al amanecer, Teresa salió al porche con una taza de café. Su rostro seguía triste, pero había en sus ojos una chispa nueva. Clara la saludó con una sonrisa suave, y Teresa le devolvió una mirada agradecida, sin culpa, sin vergüenza.

Desde entonces, los tres compartieron más que vecindad. Compartieron silencios, cosechas, y la certeza de que el amor, cuando es sincero, puede tomar muchas formas. Y que en medio de la guerra, la ternura puede ser el acto más revolucionario.

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El camino de Liang: El joven que tocó la puerta del Templo

El Camino de Liang: El Joven que Tocó la Puerta del Templo

Liang tenía solo 13 años cuando llegó al santuario Shaolin, con los pies descalzos y el corazón encendido por una sola idea: convertirse en monje guerrero. Los ancianos del templo lo miraron con compasión, pero también con firmeza. “Eres demasiado joven. No estás listo para el sufrimiento ni para la disciplina que exige este camino.”

Rechazado, pero no derrotado, Liang se instaló en el bosque cercano. Cada día, observaba los entrenamientos desde lejos. Por la noche, imitaba los movimientos con ramas y piedras. Aprendió a meditar bajo la lluvia, a correr entre los árboles, a escuchar el silencio como si fuera un maestro.

Pasaron meses. Un día, uno de los monjes lo vio practicando la forma del tigre con una precisión sorprendente. Intrigado, lo invitó a una prueba. Liang superó obstáculos físicos, mostró humildad ante la derrota, y una determinación que no se quebraba ni ante el dolor.

Finalmente, el abad del templo lo llamó. “Tu cuerpo aún es joven, pero tu espíritu ya ha recorrido un largo camino. Entra.”


🏯 El Camino de Liang – Capítulo I: El Umbral del Silencio

El portón de madera del templo Shaolín se cerró tras él con un sonido grave, como si la montaña misma respirara. Liang, con apenas catorce años, sintió que el mundo que conocía quedaba atrás. No había familia que lo esperara, ni hogar al que regresar. Solo tenía consigo una promesa que se había hecho a sí mismo: “Seré digno.”

🌿 Los Primeros Días

Los monjes no lo recibieron con celebraciones. Le asignaron tareas humildes: barrer los patios, cargar agua desde el manantial, preparar arroz para los entrenamientos. No se le permitía participar en las prácticas marciales. Observaba desde lejos, memorizando cada movimiento, cada respiración.

Por las noches, cuando todos dormían, Liang practicaba en secreto. Usaba sombras como maestros, y el viento como compañero. Su cuerpo flaqueaba, pero su voluntad se volvía acero.

🧘 El Maestro Silencioso

Un día, mientras recogía hojas en el jardín del bambú, un anciano monje lo observó. No dijo palabra. Solo dejó caer una piedra frente a él. Liang la miró, sin entender. El monje se marchó.

Al día siguiente, otra piedra. Y al siguiente, otra más.

Liang comprendió: debía construir algo. Sin instrucciones, sin guía. Así levantó un pequeño altar, sencillo pero armonioso. Cuando lo terminó, el monje volvió y dijo por primera vez: —“Ahora estás listo para aprender.”

Ese fue su verdadero inicio.

🥋 El Despertar del Guerrero

Liang comenzó su entrenamiento formal. Aprendió la forma del tigre, la del grulla, y la del dragón. Pero más allá de los golpes y posturas, aprendió a escuchar su cuerpo, a calmar su mente, a respetar el equilibrio entre fuerza y compasión.

Falló muchas veces. Se rompió el tobillo en una caída. Fue humillado por discípulos mayores. Pero nunca se rindió. Cada herida era una lección. Cada lágrima, una ofrenda al camino.


🔥 La Prueba del Fuego

A los diecisiete años, fue convocado para la Prueba del Fuego, un rito reservado para los discípulos más avanzados. Debía atravesar el Pasillo de los Cien Golpes, donde monjes lo atacarían sin tregua, y él debía resistir sin devolver un solo golpe.

Liang entró con el corazón sereno. Cada impacto lo doblaba, pero no lo quebraba. Recordó las piedras, el altar, las noches de práctica solitaria. Al final, cayó de rodillas… pero con una sonrisa.

El abad lo levantó y dijo: —“No eres el más fuerte. Pero eres el más sabio. El templo te reconoce.”


Liang se convirtió en maestro a los veinticinco años. Enseñaba no solo técnicas, sino filosofía, humildad y propósito. Su historia se convirtió en leyenda entre los muros del templo, y su altar de piedras aún permanece, como símbolo de que el verdadero camino no se abre con fuerza, sino con paciencia, humildad, talento y orgullo.

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El ejercicio de quien miente y sus consecuencias

El ejercicio de quien miente y sus consecuencias 

En el corazón de Valleclaro, un lugar donde las casas se acurrucaban como si buscaran calor y la sinceridad era tan valorada como la cosecha de otoño, vivía un hombre llamado Elian. Elian era el tejedor del pueblo, y sus manos eran capaces de crear tapices de una belleza casi dolorosa. Sin embargo, tras su innegable talento se escondía una profunda inseguridad, un miedo a no ser suficiente.

Todo comenzó con una mentira pequeña, un hilo insignificante en el gran telar de su vida. Un día, mientras reparaba el manto de la alcaldesa, cometió un error. Para ocultarlo, en lugar de admitirlo con franqueza, le dijo que había empleado una hebra de seda de araña lunar, un material legendario que, según él, hacía el tejido más resistente. La alcaldesa, maravillada, alabó su ingenio por todo el pueblo.

Elian sintió un calor que nunca le había dado la simple satisfacción de un trabajo bien hecho: el calor del engaño. Y le gustó.

Pronto, sus mentiras se volvieron su herramienta principal. A un granjero preocupado por sus tierras, le vendió un pequeño estandarte tejido con "hilos de sol poniente", asegurándole que protegería sus campos de cualquier plaga. Al posadero, le tejió un mantel con supuestos "hilos de la risa" para atraer clientes felices. Las mentiras se hicieron más grandes y elaboradas. La gente de Valleclaro, acostumbrada a la verdad, no tenía motivos para dudar. Pagaban sumas generosas por sus creaciones, no por su belleza, sino por las propiedades mágicas que Elian les atribuía.

Las consecuencias en el entorno comenzaron a manifestarse de forma sutil, como una polilla devorando un tejido desde dentro. El granjero, confiado en su amuleto, descuidó las precauciones habituales y una plaga arruinó la mitad de su cosecha. Culpó a su vecino, creyendo que la envidia había anulado la magia. El posadero, viendo que su negocio no mejoraba, se volvió un hombre amargado, pues pensaba que la gente de Valleclaro era inmune a la alegría que él había comprado.

La confianza, la urdimbre que mantenía unida a la comunidad, empezó a deshilacharse. Surgieron recelos y envidias. La gente ya no se ayudaba con la misma franqueza, pues ahora confiaban más en los objetos mágicos de Elian que en el esfuerzo compartido. Valleclaro dejó de ser un lugar de colaboración para convertirse en un conjunto de individuos esperanzados en soluciones falsas.

Mientras tanto, las consecuencias para Elian, el origen de las mentiras, eran una tormenta silenciosa. Por fuera, era el hombre más respetado y próspero del pueblo. Por dentro, era un prisionero. Vivía en un estado de alerta constante, aterrorizado por ser descubierto. Cada mentira era un nuevo hilo en la jaula que él mismo se estaba tejiendo. No podía disfrutar de la admiración, porque sabía que no era para él, sino para un fantasma que había creado.

Su soledad era absoluta. Estaba rodeado de gente que lo adoraba, pero no podía conectar sinceramente con nadie, pues cada conversación era una oportunidad para que su castillo de naipes se derrumbara. Había olvidado cómo hablar con franqueza, cómo mirar a los ojos sin calcular la siguiente falsedad. El peso de recordar cada engaño, a quién le había prometido qué, lo agotaba y le robaba el sueño.

La mentira definitiva llegó con la amenaza de una larga sequía. El río empezó a adelgazar y el pánico cundió. Presionado por su propia fama, Elian cometió su mayor osadía. Anunció que tejería un Gran Tapiz para el pueblo, uno que contendría "hilos de nube y hebras del mismísimo aliento del río", y que al colgarlo en la plaza, llamaría a la lluvia.

El pueblo entero se volcó. Le dieron sus ahorros, sus joyas y los mejores linos y lanas. Durante semanas, Elian se encerró, tejiendo un tapiz magnífico, pero con materiales ordinarios. El día que lo presentó, el cielo estaba despejado y metálico. El tapiz ondeó, hermoso y mudo. Pero la lluvia no llegó. Ni ese día, ni el siguiente, ni la semana después.

La decepción se convirtió en sospecha. Un niño, cuya madre le había dado a Elian su único broche de plata para "hacer el hilo más fuerte", preguntó en voz alta: «Yo no veo mi broche brillar en el tapiz». Fue la chispa que incendió la pradera. La gente comenzó a examinar el tejido, a comparar sus historias, a desenmarañar la verdad.

El derrumbe fue total. La ira del pueblo no fue solo por la sequía, que ahora era crítica por el tiempo perdido, sino por la traición. Se sintieron estúpidos, engañados. La confianza que una vez definió Valleclaro se hizo añicos.

A Elian no lo expulsaron con violencia. Simplemente, lo ignoraron. Se convirtió en un fantasma, el recordatorio viviente de su propia estafa. Perdió su taller, su riqueza y, lo más importante, su lugar en el mundo. Se quedó solo, rodeado por el silencio y el desprecio, con la única compañía del eco de sus propias mentiras.

Descubrió, en su amarga soledad, que la franqueza, aunque a veces humilde y sin adornos, es el único hilo que puede tejer un hogar. La mentira, por muy bella y atractiva que parezca, no construye palacios, sino jaulas de las que, al final, uno nunca puede escapar.

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El río de Lien y cómo nos afecta la lujuria

 El Río de Lien

En las laderas de la Montaña del Perpetuo Amanecer, vivía un joven jardinero llamado Lien. No era un jardinero común. Su vitalidad era tan desbordante que se decía que las flores se abrían más rápido a su paso. Su espalda era fuerte como el roble, su cabello, negro y brillante como la obsidiana, y su risa resonaba con la claridad de un arroyo de montaña.

El secreto de Lien, y el de su jardín, era un río que nacía de una cueva oculta en su propiedad. No era un río corriente; sus aguas eran densas, casi plateadas, y poseían una calidez que nutría la tierra de una forma milagrosa. Este río era la manifestación externa del propio Jing de Lien, su Esencia vital. Mientras el río fluyera con fuerza, la vida de Lien y de su jardín prosperaría.

Lien era consciente de su magnetismo. Su desbordante vitalidad atraía a muchas personas, y él se deleitaba en la atención y el placer. Pronto descubrió que podía usar las aguas de su río no solo para nutrir, sino para deslumbrar. Comenzó a desviar el cauce para crear efímeras y espectaculares fuentes que lanzaban chorros de agua brillante hacia el cielo durante sus fiestas nocturnas. Cada despliegue de placer momentáneo era un torrente de su Esencia vital derrochada por pura vanidad.

Mei, la anciana herborista del pueblo, lo observó con preocupación. Un día, se acercó a él mientras Lien reía, viendo cómo el agua de su río se evaporaba en el aire tras un instante de belleza.

«Lien», le dijo con voz suave pero firme. «El Palacio de tus Riñones es profundo, y tu río de Jing fluye con abundancia. Pero ninguna fuente es infinita. Usas tu Esencia para el espectáculo de una noche, olvidando que es el aceite que debe alimentar la lámpara de toda tu vida».

Lien, en la arrogancia de su juventud y poder, se rio. «El río siempre se ha rellenado, anciana. El placer de hoy es más real que la vejez de mañana».

Y continuó con sus excesos. Cada noche de pasión desenfrenada, cada acto centrado únicamente en la gratificación fugaz, era como abrir una compuerta en su río, dejando que su preciosa Esencia se vertiera sin propósito.

Al principio, los cambios fueron sutiles. Las hojas de sus melocotoneros ya no tenían el mismo verde intenso. Las rosas, aunque hermosas, parecían cansadas. Era su Qi, su energía diaria, que comenzaba a debilitarse al no tener una reserva de Jing fuerte que lo respaldara.

Luego, Lien comenzó a sentirlo en su propio cuerpo. Un dolor sordo se instaló en su espalda baja, justo en la zona de los Riñones. Sus rodillas, antes infatigables, protestaban al subir las laderas. Notó, con horror, los primeros hilos de plata en su cabello oscuro y sintió que su memoria, antes nítida, se volvía neblinosa. Su Shen, su espíritu, estaba perdiendo su luz.

Una mañana, se despertó no con el vigor de siempre, sino con una fatiga que se adhería a sus huesos. Alarmado, corrió hacia su río. El espectáculo lo dejó sin aliento. El cauce, antes caudaloso y vibrante, era ahora un hilo de agua turbia que se arrastraba perezosamente sobre las piedras. Su magnífico jardín estaba marchito, los colores apagados, y el aire olía a decadencia.

Lien, con el rostro surcado por una vejez que no correspondía a sus años, cayó de rodillas. Vio su reflejo en el escaso charco que quedaba: un hombre agotado, con la mirada vacía, la sombra de lo que fue. Había confundido el derroche con la abundancia, el placer efímero con la alegría duradera. Había vaciado su río para crear fuentes de una noche, y ahora se enfrentaba a una vida entera de sed.

Con un esfuerzo que le costó todo su ser, comenzó a cavar pequeños canales con sus manos, tratando de guiar el escaso goteo de su Esencia hacia una sola y pequeña planta, la única que aún mostraba un brote de vida. Comprendió la terrible lección de Mei: el Jing es el tesoro más grande. Y una vez que se ha malgastado, no hay espectáculo, ni placer, ni recuerdo que pueda volver a llenar el río de la vida.

Así pensó, ¿quieres llegar a viejo feliz, jovial y saludable? debo remediar mi caos sexual, cuidar mis relaciones (con sinceridad y honradez) y minimizar mis expulsiones y revitalizar mi Jing con lo que pueda ahora que aún puedo (nutrición, ejercicios espirituales, relaciones sanas,...) y esperar minimizar las consecuencias de aquellos, mis errores. 

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El recuerdo de Amara y cómo la avaricia puede hacer olvidar

El Recuerdo de Amara

En el alba de los tiempos, cuando el sol y la luna se miraban en el mismo y vasto océano, no existían los continentes, sino uno solo: un corazón de tierra única al que llamaban Amara.

En Amara vivían los Primeros Hijos. Sus pieles eran un mosaico de la propia tierra: las había del color del ébano pulido, del marfil más suave, de la arcilla rojiza y del dorado del trigo. Unos eran altos como los árboles primigenios, otros, menudos y ágiles. Los ancianos compartían su sabiduría con sonrisas surcadas de arrugas, y los niños corrían con la energía del viento. No conocían la escasez. La tierra, generosa y amada, les ofrecía frutos de mil sabores, granos que nutrían el cuerpo y el espíritu, y aguas que cantaban con pureza. Las viviendas, construidas con materiales vivos como madera y barro, se integraban en el paisaje como nidos o madrigueras, siempre respetando el espacio de cada ser.

El trabajo no era una carga, sino una danza. Cuidar de los campos, tejer las ropas, moldear la cerámica... cada quehacer era una forma de meditación, un acto de gratitud hacia Amara.

Todos compartían una misma alma, una filosofía de vida llamada "El Gran Equilibrio". Comprendían que cada acción, cada pensamiento, tenía un eco en la naturaleza. Su lengua, el "Canto Único", no se componía solo de palabras, sino también de tonos y silencios que imitaban el susurro de las hojas, el murmullo del río y el retumbar del trueno lejano. Sus normas eran sencillas: toma solo lo que necesites, devuelve siempre más de lo que tomas, y honra el ciclo de la vida hasta que la muerte, como una madre cansada, te llame al descanso final.

Pero la armonía, como la calma del mar, no estaba destinada a ser eterna.

Un día, en las costas brumosas del oeste, aparecieron unas naves silenciosas, negras como la obsidiana. De ellas descendieron unos seres envueltos en túnicas, que se hacían llamar los Susurrantes. No llegaron con armas ni con gritos de guerra, sino con sonrisas melosas y promesas vertidas al oído.

Venían de tierras ahogadas, decían, lugares donde uno debía luchar para ser más que el otro. Y con engaños, comenzaron a sembrar la duda.

«¿Por qué compartir el fruto más dulce?», susurraban a un agricultor. «Tú lo has cuidado. Debería ser solo tuyo. Mereces más». «¿Por qué tu casa es igual a la del vecino?», decían a un artesano. «Tus manos son más hábiles. Mereces una morada que refleje tu grandeza». «El Gran Equilibrio os hace a todos iguales», siseaban en las asambleas nocturnas. «Pero no sois iguales. Algunos estáis destinados a guiar, a poseer, a ser recordados por encima de los demás».

La semilla de la avaricia germinó en algunos corazones, y la soberbia la hizo crecer. Así, algunos grupos cedieron tanto su voluntad que negaron su comunicación con los ángeles que les indicaban cada instante en cada día. Así, unos pocos empezaron a acumular más comida de la que podían consumir, dejando que se pudriera antes que compartirla. Otros construyeron viviendas enormes que proyectaban sombras sobre las de sus hermanos. La palabra "mío" comenzó a escucharse más fuerte que la palabra "nuestro". Dejaron de escuchar el Canto Único (de los ángeles guía que cada uno poseía) para prestar atención a los susurros que prometían poder y singularidad.

Amara, la tierra viva, sintió la traición. El Gran Equilibrio se había roto. La codicia de sus hijos era una herida en su propio ser. La soberbia, una fiebre que la consumía.

Y la tierra, sufriendo, lloró.

No fue un terremoto de ira, sino un sollozo profundo que resquebrajó su piel. Las llanuras se arrugaron de pena, formando cordilleras inmensas. De sus fisuras no brotó lava de furia, sino ríos de lágrimas ardientes que separaron lo que una vez estuvo unido. Con un estruendo final, un desgarro irreparable, el continente único se partió en pedazos.

Grandes masas de tierra derivaron a la deriva, separadas por océanos nuevos y furiosos. Los Hijos de Amara quedaron aislados en estas nuevas islas-continente. Los Susurrantes, cumplido su objetivo de sembrar el caos, desaparecieron tan misteriosamente como llegaron.

Pasaron los siglos, y luego los milenios.

En cada tierra fragmentada, el Canto Único se rompió. Las palabras se deformaron, los tonos cambiaron, y de aquella lengua madre nacieron cientos de dialectos que pronto se convirtieron en idiomas incomprensibles entre sí.

El recuerdo del Gran Equilibrio se desvaneció, transformándose en mitos y leyendas. De aquella moral compartida surgieron religiones distintas, con dioses celosos, rituales complejos y mandamientos que a menudo enfrentaban a unos contra otros. Las culturas florecieron, únicas y ricas, pero construidas sobre el olvido. Se miraban los unos a los otros a través de los vastos océanos y se veían extraños, rivales, bárbaros. Pieles de diferentes colores, que antes eran motivo de belleza en la unidad, se convirtieron en excusas para el miedo y la desconfianza.

Y así, los Hijos de Amara olvidaron que una vez fueron hermanos en un mismo hogar. Olvidaron el lenguaje del corazón de la tierra y la sabiduría de vivir en armonía.

Pero a veces, en el silencio de la noche, en la belleza de una montaña solitaria o en la mirada de un niño, un eco casi imperceptible del Canto Único resurge. Un anhelo profundo de unidad, una nostalgia de un hogar perdido que no saben nombrar, un fugaz recuerdo de Amara. El último vestigio de la verdad de que, a pesar de las tierras y las lenguas que los separan, todos provienen del mismo y único corazón, creado por la insistencia fundada en amor de unidad que los ángeles guía fuerzan a refundar la expresión natural que entre las gentes de Amara existía.

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Dios se manifiesta en las relaciones entre los hombres. El egoísmo puede tergiversar el mensaje

Dios se manifiesta en las relaciones entre los hombres. El egoísmo puede tergiversar el mensaje 

Un día, un navegador experto naufragó y su barco se hundió. Él, con gran fe en un Dios supremo, le rogó que le ayudara a salvarse.

Pasó un barco cerca y tras avistarlo le dijeron que subiera a bordo. El náufrago rechazó la ayuda pues el estaba convencido de que Dios le ayudaría.

Pasaron varios barcos que trataron de ayudarlo, pero él siempre contestaba de la misma manera. Las circunstancias hicieron que, tras agotamiento, se ahogara y muriera definitivamente.

Ya muerto, su alma fue a donde habitaban ángeles con Dios y cuando un ángel le preguntó por qué no hizo caso a los barcos que, en su ayuda, Dios había enviado.

El náufrago dijo que él creía que Dios le ayudaría personalmente. El ángel, tras esta respuesta le contestó que Dios está en todas las personas e influye para igualar las atenciones a todos, no puede hacer que una persona sea más que los demás y haga que movilice recursos para ayudar a una persona, ignorando con ello la necesidades de otras. Las relaciones entre los hombre permiten que Dios, dentro de ellos, se manifieste para abarcar las atenciones a cada individuo.

Pero yo pedí ayuda y Dios no me dijo que le dijera al capitán de cada barco que aceptaba su ayudara.

Tú pediste ayuda a Dios pero querías a Dios todo para ti y no viste a Dios en la ayuda que te ofrecía el capitán de cada barco. 

Dios se manifiesta en las relaciones entre los hombres.

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Un cuento sobre la soberbia y la humildad

Un cuento sobre la soberbia y la humildad

Este cuento sobre la soberbia nos habla acerca del verdadero camino hacia la felicidad. Tener más, a veces solo sirve para atraer más problemas o simplemente para crear la ilusión de estar por encima de los demás, cuando no es así.

Este cuento sobre la soberbia nos habla de dos ratones que eran grandes amigos, pese a que tenían un carácter muy diferente. Uno de ellos era sereno, muy afable y divertido. El otro, en cambio, se mostraba bastante ambicioso y le gustaba lucirse ante los demás. A pesar de ello, los dos se querían y disfrutaban del tiempo que compartían.

Una mañana como cualquier otra, el ratón más presumido llegó a la casa de su amigo. Llevaba una pequeña bolsa con sus pertenencias y tenía una expresión diferente. Venía a despedirse. Estaba harto de ese lugar, en donde nadie progresaba. Él quería ir a la ciudad a buscar fortuna . No estaba hecho para una vida “tan miserable”.

Nos dice el cuento sobre la soberbia que el ratón humilde sintió gran tristeza al ver a su amigo que partía. Sin embargo, lo despidió deseándole muchos éxitos en la ciudad. También le dijo que no se olvidara de él y que esperaba tenerlo pronto de visita.

Pasaron algunos meses y cada uno de los ratones siguió con su vida. Cuando menos lo esperaba, el ratón de la ciudad volvió. Lo primero que hizo fue ir a la casa de su amigo , pero no parecía tener una actitud amistosa, aunque lo disimulaba. Los dos se abrazaron, pero muy pronto el ratón soberbio comenzó a invadir toda la comunicación con sus quejas.

Decía que la casa del ratón humilde era demasiado estrecha. También apuntaba el escaso abanico de oportunidades que ofrecía el lugar. Según dijo, en la ciudad donde vivía ahora semejante pobreza no se veía. Todo lo contrario. Abundaban las comodidades y la comida no escaseaba. El ratón humilde lo miraba con la boca abierta. Le parecía extraordinario el paisaje que su amigo dibujaba.

Según este cuento sobre la soberbia, el ratón de ciudad iba ataviado con una bella capa. También se había puesto un monóculo en el ojo, pues sentía que eso refinaba a su apariencia. El ratón humilde se sentía un poco avergonzado de no tener algo mejor para ofrecerle a su amigo. Sin embargo, sentía que algo no andaba bien: ¿por qué, si ahora era tan feliz , se mostraba inconforme con todo?

El cuento de la soberbia tomó un giro inesperado cuando el ratón humilde le pidió a su amigo que le permitiera visitarlo durante algunos días. Tenía mucha curiosidad por conocer esas grandes maravillas que el otro había depositado en su imaginación. Con un aire ciertamente despectivo, el ratón de ciudad aceptó. Le acogería unos días a la ciudad, para que viera lo que era bueno.

Los dos partieron muy temprano. Cuando llegaron a la casa en la que vivía el ratón de ciudad, su amigo no podía creerlo. Efectivamente era una mansión gigantesca, todo era elegante. Tenía maravillosas alfombras y unos muebles fantásticos. El ratón de ciudad le dijo que aún no había visto lo mejor: la cocina.

Al otro se le hizo agua la boca. Los dos llegaron a la cocina y de inmediato el ratón humilde sintió el oloroso aroma de un trozo de jamón. Sin pensarlo, se dirigió al sitio del cual emanaba el aroma, pero el otro le previno. “¡Alto!”, le dijo. “Cualquier ratón de ciudad sabe que un trozo de jamón en el piso solo significa una cosa: veneno. No vayas a comerlo”, agregó.

Dice el cuento sobre la soberbia que el ratón humilde le agradeció a su amigo por haberle salvado la vida. Poco después, vio que cerca de la nevera había un fabuloso pedazo de queso. Se aproximó para probarlo, pero nuevamente su amigo de ciudad le previno. Ese trozo de queso era el señuelo de una trampa. No debía ir por él.

Antojado y hambriento, el ratón humilde optó por quedarse quieto. El otro iba a decirle algo, pero en ese momento saltó un gato desde la ventana y los dos ratones no tuvieron más opción que echar a correr. La persecución duró un buen rato, hasta que encontraron un pequeño hueco en el que pudieron ocultarse. Ahí se quedaron toda la noche, casi sin respirar.

Al día siguiente salieron del escondite y el ratón de ciudad le dijo a su amigo que fueran nuevamente a la cocina. El ratón humilde se negó. Ahora entendía por qué su amigo no era feliz a pesar de vivir entre tanta abundancia. Comprendió que todo tiene un precio y el precio de tanto lujo era la intranquilidad y el peligro.

Así que decidió volver a su casa. Dice el cuento sobre la soberbia que el ratón humilde ratificó algo que ya sabía: la verdadera felicidad se manifiesta en una vida sencilla. Un final para reflexionar.

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La ambición y el problema del egoísmo en ella: la avaricia

La ambición y el problema del egoísmo en ella: la avaricia

En el corazón de un valle olvidado por el sol, donde las cosechas se marchitaban y el hambre era un miembro más de cada familia, vivía un joven llamado Elian. Su ambición no era una sed de oro ni de poder, sino una obsesión pura y cristalina como el agua que tanto escaseaba: quería ver florecer su tierra. Desde niño, había escuchado las leyendas sobre los Jardines Colgantes de la Antigua Capital, un lugar donde, gracias a un ingenio olvidado, el agua danzaba colina arriba y convertía la roca en un vergel.

La ambición de Elian era un motor que lo impulsaba cada día. Mientras otros jóvenes del valle habían perdido la esperanza, él pasaba sus horas estudiando los mapas descoloridos que heredó de su abuelo, reconstruyendo en su mente los posibles acueductos y canales que describían las leyendas. Su sueño era noble: devolver la vida al valle, ver las sonrisas en los rostros de su gente y sentir la tierra húmeda y fértil bajo sus pies. Para él, el éxito no era una corona, sino un campo verde.

Una mañana, tras meses de exploración por las montañas áridas que rodeaban el valle, encontró algo que ningún mapa señalaba. Oculta tras una cascada seca, había una cueva cuya entrada estaba sellada por una pesada puerta de piedra, cubierta de grabados que coincidían con los de sus mapas. Con el corazón latiéndole con fuerza, y tras un esfuerzo titánico, logró deslizar la puerta lo suficiente para poder entrar.

Dentro no encontró los planos de un antiguo acueducto, sino algo mucho más extraño: una semilla de cristal que pulsaba con una luz tenue y fría. Al tocarla, una voz resonó en su mente, una voz que no era más que el eco de sus propios deseos. «Dame tierra y te daré agua», susurró la voz. «Dame esfuerzo y te daré abundancia. Cuanto más me alimentes, más te daré».

Elian, lleno de un júbilo casi ciego, tomó la semilla y regresó a su pequeña parcela de tierra yerma. Siguiendo el instinto que le provocaba la semilla, la plantó en el centro de su campo. Apenas lo hizo, la tierra a su alrededor se humedeció y un pequeño brote, de un verde imposible, surgió de la nada.

La primera etapa de su ambición se había cumplido. El agua, por fin, había vuelto. Pero la semilla, y la voz en su interior, tenían más promesas. Y también, más hambre.

Con el tiempo y orgulloso de lo que había empezado le hace ser respetado y admirado. Su popularidad aumenta y que Elian usa el poder de la semilla para el bien común. Comparte el agua con sus vecinos, los campos del valle empiezan a reverdecer y él es aclamado como un héroe. Su ambición inicial, ver florecer su tierra, se está haciendo realidad y beneficia a todos. Se siente realizado y orgulloso.

En su ánimo de crecer observa en el diálogo con la semilla de cristal que, para seguir produciendo, ésta empieza a exigir más. Quizás no solo "tierra y esfuerzo", sino sacrificios más grandes. La semilla empieza a a pedirle que desvíe toda el agua a su campo para que el brote central crezca más fuerte, prometiéndole que, a la larga, producirá aún más para todos. Aquí Elian se enfrenta a su primer dilema: ¿un pequeño sacrificio de los demás para un bien mayor en el futuro?

Elian comienza a sentir un egoísmo desproporcionado, deja de tenerlo bajo control, y empieza a llevarse por sus seductoras ideas y empieza a pensar que, como él fue quien encontró la semilla y quien trabaja para mantenerla, merece una porción mayor de la recompensa. "Nadie más se esforzó como yo", le sigue así su ego con sus pensamientos y tras rendirse a la desmesura del ego se justifica: "Si no fuera por mí, seguirían muriendo de hambre".

Así, su ambición pasa a ser personal y deja de ser comunal. Se manifiesta en su mente ideas avaras.

La semilla, en su diálogo con Elian, empieza a ofrecerle cosas que nunca había deseado: no solo campos verdes, sino poder. Le dice: “La planta que crece podría dar frutos de oro”, y con los beneficios podría dominar a los demás.

La consecuencia es que la gente del valle, que antes lo admiraba, ahora empezar a temerle y a sentir envidia. Los campos de sus vecinos, a los que ahora les niega el agua, vuelven a secarse, creando un contraste visual muy potente con la exuberancia de su propia tierra.

Elian, consumido por la avaricia empieza, con el tiempo, a estar dispuesto a destruirlo todo antes que a ceder un ápice de lo que ahora considera "suyo".

Al final, la gente empobrecida, reacciona contra la avidez desproporcionada de Elian, tomando medidas para contrarrestar su nefasta evolución a un pésimo comportamiento comunal.

Tras las justas acciones realizadas por la gente vecinal, pierde las semillas y la situación invita a que pierda todo: la tierra, el respeto de su gente y, lo más importante, el noble propósito con el que empezó. El eco de la montaña, que al principio era una promesa de esperanza, se convierte en el eco vacío de su propia codicia

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La pereza y la bobina maravillosa

 La pereza y la bobina maravillosa

Este cuento, ‘La bobina maravillosa’, es una adaptación del relato del novelista español y cubano Eduardo Zamacois y Quintana. Se trata de un cuento para niños, adolescentes y adultos con varias lecturas. Podemos reflexionar sobre la pereza y la falta de ilusión por hacer cosas y por supuesto, sobre la necesidad de vivir cada instante como si fuera único. No dejes escapar ningún minuto y llénalo de cosas valiosas. No dejes pasar la vida sin más. No la desperdicies. Es lo que viene a decirnos este maravilloso cuento.

Cuentan que hace mucho tiempo, existió un rey bondadoso y trabajador, pero que tenía un hijo muy perezoso y falto de ilusiones, al que no le apetecía hacer nunca nada. No hacía más que quejarse todo el rato y responder con malas palabras cada vez que le ordenaban hacer una tarea:


– ¡Ojalá fuera ya mayor para poder ser rey y hacer lo que quisiera!

Pero un día, el príncipe encontró una bobina de hilo de oro sobre su cama y, para su sorpresa, la bobina le habló:

– Soy una bobina especial. Represento tu vida, toda tu vida, desde el principio hasta el final. ¿Ves que sobresale un poco de hilo? Son los años que ya has vivido. Si tiras del hilo, tu vida avanzará. Debes tratarme con cuidado, porque el hilo que desenrrolles, no podrá volver a su lugar. Puedes tirar del hilo y pasar a otra etapa de tu vida si quieres, pero recuerda… los años que saltes, no volverán. Piénsalo bien.

– ¡Maravilloso! – respondió asombrado el príncipe– Además siempre he querido ser más mayor.

Así que, sin pensarlo más, tiró de la bobina. ¡Se moría de curiosidad por saber si lo que decía la bobina era verdad! Se miró en un espejo que tenía en su cuarto y efectivamente, ya no era un adolescentes, sino un joven apuesto, de unos 20 años.
El príncipe sigue investigando cómo será su vida con la bobina maravillosa

Pero de pronto el príncipe pensó que con esa edad tendría que trabajar mucho, así que decidió tirar un poco más, y se hizo algo más mayor. Tenía unos 35 años, una espesa barba y una corona en la cabeza… ¡era rey!

– ¡Es la corona de mi padre! ¡Ya soy rey!– gritó entusiasmado.

Pero el príncipe no estaba conforme, porque le entró curiosidad por saber cómo serían su mujer y sus hijos, y volvió a tirar de la bobina. Y al instante apareció junto a él una hermosa mujer de largos cabellos dorados y cuatro niños sonrosados.

– ¡Qué bella es mi mujer y qué lindos mis hijos!- se dijo el príncipe- Pero… ¿Cómo serán mis hijos de mayores?

Así que el príncipe volvió a tirar del hilo y sus hijos de pronto crecieron. Eran unos hombres hechos y derechos. Entonces es cuando se dio cuenta de su error. Se miró al espejo y vio un hombre anciano, enjuto, encorvado de pelo blanco y rostro consumido.

– ¡No! ¿Qué es esto? – dijo entonces el príncipe- ¡Soy un anciano decrépito! – dijo entonces angustiado.

Miró la bobina y vio que ya quedaba muy poco hilo. Su vida estaba llegando a su fin. El príncipe intentó enrollar de nuevo el hilo, totalmente desesperado, pero no pudo.

– Te advertí- dijo la bobina- Y no me hiciste caso. Ahora no hay vuelta atrás y toda tu vida se ha esfumado. Has desperdiciado tu vida y ahora debes acabar…

El viejo rey asintió. Cabizbajo, salió al jardín para vivir sus últimos minutos de vida. Bajo el sol de primavera y entre árboles repletos de flores, el rey, murió.
Este relato nos habla de la necesidad de vivir todas las etapas de la vida, sin desperdiciar ninguna ni querernos adelantar a ninguna. Y sobre todo, de vivirlas con ilusión y presente presencia.

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Un momento feliz de iluminación o satori

Un momento feliz de iluminación ó satori 

En una reunión entre varios alumnos y su maestro shaolín, después de una entrenamiento, se produce la siguiente conversación;

Alumno 1: ¿Qué es tener satori?

Maestro: primero entiende el concepto.

Alumno 1: ¿a qué se refiere?

Maestro: ¿entiendes lo que es un vaso?

Alumno 1: si

Maestro: ¿entiendes lo que es un recipiente?

Alumno 2: claro, quiere decir que satori va más allá de la palabra aunque se designa como tal.

Maestro: Si, eso es.

Alumno 2: ¿Satori es realizarse como persona?

Maestro: ¿entiendes el concepto? 

Alumno 2: Si, pero como no lo he vivido no se explicarlo.

Maestro: ¿Entiendes lo que es Cristo.?

Alumno 1 y 2: un religioso cristiano

Maestro: es el concepto de vivir en satori

Alumno 1: Hay qu eser cristiano para tener satori

Maestro: No entiendes el concepto.

Alumno 3: ¿Puedes dar luz a satori, Cristo, autorrealización

Maestro: Y Buda, ... y otros términos que designan lo mismo.

Alumno 3: ¿quieres decir que hay muchas formas de llegar al mismo punto espiritual?

Maestro: Hay muchas formas de definir satori y hay muchas formas conceptualmente iguales de describir el camino que lleva a él.

Alumno 2: ¿Como se alcanza el satori?

Maestro; debes entender el concepto y seguirlo, no adueñarte del término y obligarte a recordar con él en el pensamiento una idea particular, temporal, de satori que hayas experimentado.

Alumno 3: ¿satori no se puede tener, entonces?

Maestro: Vive el momento y sé consciente de ti mismo (todo tu ser y esencia espiritual) y de tu entorno; es decir, se responsable del entendimiento de tu persona y tus circunstancias en el aquí y ahora,

Alumno 1: ¿eso es satori.?

Maestro: es un camino, y un momento que permite experimentarlo, pero el concepto permanente va más allá. Te permite delante de cualquier persona, sea quien sea, ver en su interior la misma esencia espiritual que forma parte de tu esencia espiritual interior.

Alumnos al unísono: ¿Lo has sentido alguna vez?

Maestro: Quizá.

Alumno 1: ¿tener y vivir en satori supone ser más sabio?

Maestro: En mi humilde experiencia, se es partícipe y consciente de una gran sabiduría pero no te hace más inteligente. Es como tener una mansión para tí sólo y vivir en el granero, sin forma de entrar en tal mansión, alcanzar el conocimiento inherente a esa sabiduría.

Alumno 2: no entiendo la porqué no puedes ser sabio y tener conocimiento al mismo tiempo.

Maestro: La sabiduría espiritual es densa, enorme pero no se expresa, y para poder manifestarse en tu mente humana debes tener un mapa intelectual que se corresponda con una geometría y estructura mental y cerebral que permita descubrir en el interior de la mente la información que la sabiduría quiere manifestar.

Alumno 1: O sea, que ser sabio no significa ser inteligente, que sí o sí requiere estudiar e hincar codos.

Maestro: Eso que has dicho corresponde a un momento búdhico. Has tenido un satori. Aprende a permanecer en ese estado de comprensión mientras practicas meditación y haces tus tareas diarias. Así, os lo digo a todos, se debe caminar para que el estado satori sea permanente.

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El maestro y el espejo

🥋 El Maestro y el Espejo

En un dojo silencioso, bañado por la luz tenue del amanecer, el maestro Takeshi guiaba a sus alumnos en una práctica de técnicas individuales frente al espejo. No era un espejo cualquiera: para él, era una herramienta de introspección, no de vanidad.

Mientras los estudiantes se concentraban en sus movimientos, Takeshi observó a uno de ellos—Haruto—detenerse para acicalarse el cabello, ajustando su imagen con meticulosa atención. El maestro se acercó con calma, sin juicio, y le dijo:

—Haruto, dime… ¿qué ves cuando te miras en el espejo?

El joven, algo desconcertado, respondió:

—Veo mi reflejo. Quiero verme bien.

Takeshi asintió lentamente.

—¿Y si te dijera que ese reflejo no eres tú? Que el espejo puede ser más que una superficie que devuelve una imagen. Puede ser una puerta y no para acicalar lo que otros ven, sino para observarte desde dentro. Para sentir quién eres tú, personalmente, cuando nadie te mira.

Haruto bajó la mirada, confundido.

—Cuando practicamos artes marciales, no buscamos impresionar. Lo que queremos es  Buscar una actitud particular en nuestra expresividad. Cada técnica que ejecutas puede ser una manifestación de tu voluntad más profunda. Si te apegas a la imagen, te conviertes en un prisionero de ella. Pero si sientes desde tu interior, cada gesto se vuelve auténtico, por tanto: libre.

El joven volvió a mirar el espejo, esta vez sin tocarse el cabello; respiró hondo y, por primera vez, no vio solo su rostro. Se fijó en su intención.

Viendo, el maestro, un cambio en su actitud le dijo:

Haruto, estás dando un paso inteligente. Te recuerdo que esa imagen es el reflejo de tu ego, no de tu ser interior. Lucha contra él pero no dejes de respetarlo, pues te ayuda a luchar por tus objetivos personales.
Controla la posible desmesura y lo que ésta puede provocar, pues sus excesos son nocivos para tu forma de pensar, esto es: para tu mente y con ello el perjuicio en tu físico es colateral.

Sé su amigo, pero no sé intransigente con sus exigencias de gloria y soberbia; y con valor y decisión no rompas tu integridad con tu ser espiritual que es el que, con sus consejos y buena orientación, te lleva a vivir en equilibrio y sentir paz interior disfrutando de salud y bienestar. Para ello un buen comienzo es el que estás demostrando: enhorabuena.

Recuerda: no entres en su juego de caprichos y excesos; haz, sin embargo, de esta actitud que muestras una forma de sentir tu interior en cada momento de tu entrenamiento y expándelo a tu ser y estar en cada momento de tu vida.

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