La luz de la esperanza en un comienzo que el amor arroja a una situación límite
En una aldea escondida entre colinas y robles centenarios, vivían Tomás y Clara, una pareja que parecía haber sido tejida por el mismo hilo de ternura. La guerra había arrasado pueblos cercanos, pero a ellos no los tocó: Tomás, con su pierna maltrecha desde niño, no fue llamado a filas. Clara, con manos de alfarera y alma de poeta, cuidaba de él y del huerto que alimentaba a ambos.
Cada noche, se sentaban bajo el alpendre de su casa, escuchando el canto de los grillos y el susurro del viento entre los árboles. Pero una noche, el silencio fue roto por un llanto que venía de la casa vecina. Era Teresa, una mujer joven, de mirada profunda y voz dulce, que acababa de recibir la carta que confirmaba la muerte de su marido en el frente.
Clara, conmovida, se acercó a ella. La encontró abrazada a la carta, temblando como una hoja. No dijo nada al principio. Solo se sentó a su lado, y le ofreció su mano. Teresa la tomó como quien se aferra a la última rama antes de caer.
Esa noche, Clara volvió a casa con el corazón encogido. Miró a Tomás y le dijo:
—Amor mío, esta noche quiero que hagamos algo por ella. No por compasión, sino por amor. Por el amor que nos sostiene, que nos ha salvado. Quiero que le demos un momento de dulzura, de calor humano. Que sienta que aún hay vida, que aún hay belleza. No es solo consuelo, es un acto de amor compartido. Ámala, como si fueras yo. Hazlo por nuestro amor, que no es posesión, sino generosidad.
Tomás la miró largo rato. No había deseo en su mirada, sino comprensión. Clara lo abrazó, y él fue a la casa de Teresa. No hubo palabras, solo gestos lentos, miradas sinceras, y un temblor compartido. Lo que ocurrió allí no fue pasión, sino un ritual de ternura, un acto de humanidad.
Al amanecer, Teresa salió al porche con una taza de café. Su rostro seguía triste, pero había en sus ojos una chispa nueva. Clara la saludó con una sonrisa suave, y Teresa le devolvió una mirada agradecida, sin culpa, sin vergüenza.
Desde entonces, los tres compartieron más que vecindad. Compartieron silencios, cosechas, y la certeza de que el amor, cuando es sincero, puede tomar muchas formas. Y que en medio de la guerra, la ternura puede ser el acto más revolucionario.
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