El Recuerdo de Amara
En el alba de los tiempos, cuando el sol y la luna se miraban en el mismo y vasto océano, no existían los continentes, sino uno solo: un corazón de tierra única al que llamaban Amara.
En Amara vivían los Primeros Hijos. Sus pieles eran un mosaico de la propia tierra: las había del color del ébano pulido, del marfil más suave, de la arcilla rojiza y del dorado del trigo. Unos eran altos como los árboles primigenios, otros, menudos y ágiles. Los ancianos compartían su sabiduría con sonrisas surcadas de arrugas, y los niños corrían con la energía del viento. No conocían la escasez. La tierra, generosa y amada, les ofrecía frutos de mil sabores, granos que nutrían el cuerpo y el espíritu, y aguas que cantaban con pureza. Las viviendas, construidas con materiales vivos como madera y barro, se integraban en el paisaje como nidos o madrigueras, siempre respetando el espacio de cada ser.
El trabajo no era una carga, sino una danza. Cuidar de los campos, tejer las ropas, moldear la cerámica... cada quehacer era una forma de meditación, un acto de gratitud hacia Amara.
Todos compartían una misma alma, una filosofía de vida llamada "El Gran Equilibrio". Comprendían que cada acción, cada pensamiento, tenía un eco en la naturaleza. Su lengua, el "Canto Único", no se componía solo de palabras, sino también de tonos y silencios que imitaban el susurro de las hojas, el murmullo del río y el retumbar del trueno lejano. Sus normas eran sencillas: toma solo lo que necesites, devuelve siempre más de lo que tomas, y honra el ciclo de la vida hasta que la muerte, como una madre cansada, te llame al descanso final.
Pero la armonía, como la calma del mar, no estaba destinada a ser eterna.
Un día, en las costas brumosas del oeste, aparecieron unas naves silenciosas, negras como la obsidiana. De ellas descendieron unos seres envueltos en túnicas, que se hacían llamar los Susurrantes. No llegaron con armas ni con gritos de guerra, sino con sonrisas melosas y promesas vertidas al oído.
Venían de tierras ahogadas, decían, lugares donde uno debía luchar para ser más que el otro. Y con engaños, comenzaron a sembrar la duda.
«¿Por qué compartir el fruto más dulce?», susurraban a un agricultor. «Tú lo has cuidado. Debería ser solo tuyo. Mereces más». «¿Por qué tu casa es igual a la del vecino?», decían a un artesano. «Tus manos son más hábiles. Mereces una morada que refleje tu grandeza». «El Gran Equilibrio os hace a todos iguales», siseaban en las asambleas nocturnas. «Pero no sois iguales. Algunos estáis destinados a guiar, a poseer, a ser recordados por encima de los demás».
La semilla de la avaricia germinó en algunos corazones, y la soberbia la hizo crecer. Así, algunos grupos cedieron tanto su voluntad que negaron su comunicación con los ángeles que les indicaban cada instante en cada día. Así, unos pocos empezaron a acumular más comida de la que podían consumir, dejando que se pudriera antes que compartirla. Otros construyeron viviendas enormes que proyectaban sombras sobre las de sus hermanos. La palabra "mío" comenzó a escucharse más fuerte que la palabra "nuestro". Dejaron de escuchar el Canto Único (de los ángeles guía que cada uno poseía) para prestar atención a los susurros que prometían poder y singularidad.
Amara, la tierra viva, sintió la traición. El Gran Equilibrio se había roto. La codicia de sus hijos era una herida en su propio ser. La soberbia, una fiebre que la consumía.
Y la tierra, sufriendo, lloró.
No fue un terremoto de ira, sino un sollozo profundo que resquebrajó su piel. Las llanuras se arrugaron de pena, formando cordilleras inmensas. De sus fisuras no brotó lava de furia, sino ríos de lágrimas ardientes que separaron lo que una vez estuvo unido. Con un estruendo final, un desgarro irreparable, el continente único se partió en pedazos.
Grandes masas de tierra derivaron a la deriva, separadas por océanos nuevos y furiosos. Los Hijos de Amara quedaron aislados en estas nuevas islas-continente. Los Susurrantes, cumplido su objetivo de sembrar el caos, desaparecieron tan misteriosamente como llegaron.
Pasaron los siglos, y luego los milenios.
En cada tierra fragmentada, el Canto Único se rompió. Las palabras se deformaron, los tonos cambiaron, y de aquella lengua madre nacieron cientos de dialectos que pronto se convirtieron en idiomas incomprensibles entre sí.
El recuerdo del Gran Equilibrio se desvaneció, transformándose en mitos y leyendas. De aquella moral compartida surgieron religiones distintas, con dioses celosos, rituales complejos y mandamientos que a menudo enfrentaban a unos contra otros. Las culturas florecieron, únicas y ricas, pero construidas sobre el olvido. Se miraban los unos a los otros a través de los vastos océanos y se veían extraños, rivales, bárbaros. Pieles de diferentes colores, que antes eran motivo de belleza en la unidad, se convirtieron en excusas para el miedo y la desconfianza.
Y así, los Hijos de Amara olvidaron que una vez fueron hermanos en un mismo hogar. Olvidaron el lenguaje del corazón de la tierra y la sabiduría de vivir en armonía.
Pero a veces, en el silencio de la noche, en la belleza de una montaña solitaria o en la mirada de un niño, un eco casi imperceptible del Canto Único resurge. Un anhelo profundo de unidad, una nostalgia de un hogar perdido que no saben nombrar, un fugaz recuerdo de Amara. El último vestigio de la verdad de que, a pesar de las tierras y las lenguas que los separan, todos provienen del mismo y único corazón, creado por la insistencia fundada en amor de unidad que los ángeles guía fuerzan a refundar la expresión natural que entre las gentes de Amara existía.