La ambición y el problema del egoísmo en ella: la avaricia

La ambición y el problema del egoísmo en ella: la avaricia

En el corazón de un valle olvidado por el sol, donde las cosechas se marchitaban y el hambre era un miembro más de cada familia, vivía un joven llamado Elian. Su ambición no era una sed de oro ni de poder, sino una obsesión pura y cristalina como el agua que tanto escaseaba: quería ver florecer su tierra. Desde niño, había escuchado las leyendas sobre los Jardines Colgantes de la Antigua Capital, un lugar donde, gracias a un ingenio olvidado, el agua danzaba colina arriba y convertía la roca en un vergel.

La ambición de Elian era un motor que lo impulsaba cada día. Mientras otros jóvenes del valle habían perdido la esperanza, él pasaba sus horas estudiando los mapas descoloridos que heredó de su abuelo, reconstruyendo en su mente los posibles acueductos y canales que describían las leyendas. Su sueño era noble: devolver la vida al valle, ver las sonrisas en los rostros de su gente y sentir la tierra húmeda y fértil bajo sus pies. Para él, el éxito no era una corona, sino un campo verde.

Una mañana, tras meses de exploración por las montañas áridas que rodeaban el valle, encontró algo que ningún mapa señalaba. Oculta tras una cascada seca, había una cueva cuya entrada estaba sellada por una pesada puerta de piedra, cubierta de grabados que coincidían con los de sus mapas. Con el corazón latiéndole con fuerza, y tras un esfuerzo titánico, logró deslizar la puerta lo suficiente para poder entrar.

Dentro no encontró los planos de un antiguo acueducto, sino algo mucho más extraño: una semilla de cristal que pulsaba con una luz tenue y fría. Al tocarla, una voz resonó en su mente, una voz que no era más que el eco de sus propios deseos. «Dame tierra y te daré agua», susurró la voz. «Dame esfuerzo y te daré abundancia. Cuanto más me alimentes, más te daré».

Elian, lleno de un júbilo casi ciego, tomó la semilla y regresó a su pequeña parcela de tierra yerma. Siguiendo el instinto que le provocaba la semilla, la plantó en el centro de su campo. Apenas lo hizo, la tierra a su alrededor se humedeció y un pequeño brote, de un verde imposible, surgió de la nada.

La primera etapa de su ambición se había cumplido. El agua, por fin, había vuelto. Pero la semilla, y la voz en su interior, tenían más promesas. Y también, más hambre.

Con el tiempo y orgulloso de lo que había empezado le hace ser respetado y admirado. Su popularidad aumenta y que Elian usa el poder de la semilla para el bien común. Comparte el agua con sus vecinos, los campos del valle empiezan a reverdecer y él es aclamado como un héroe. Su ambición inicial, ver florecer su tierra, se está haciendo realidad y beneficia a todos. Se siente realizado y orgulloso.

En su ánimo de crecer observa en el diálogo con la semilla de cristal que, para seguir produciendo, ésta empieza a exigir más. Quizás no solo "tierra y esfuerzo", sino sacrificios más grandes. La semilla empieza a a pedirle que desvíe toda el agua a su campo para que el brote central crezca más fuerte, prometiéndole que, a la larga, producirá aún más para todos. Aquí Elian se enfrenta a su primer dilema: ¿un pequeño sacrificio de los demás para un bien mayor en el futuro?

Elian comienza a sentir un egoísmo desproporcionado, deja de tenerlo bajo control, y empieza a llevarse por sus seductoras ideas y empieza a pensar que, como él fue quien encontró la semilla y quien trabaja para mantenerla, merece una porción mayor de la recompensa. "Nadie más se esforzó como yo", le sigue así su ego con sus pensamientos y tras rendirse a la desmesura del ego se justifica: "Si no fuera por mí, seguirían muriendo de hambre".

Así, su ambición pasa a ser personal y deja de ser comunal. Se manifiesta en su mente ideas avaras.

La semilla, en su diálogo con Elian, empieza a ofrecerle cosas que nunca había deseado: no solo campos verdes, sino poder. Le dice: “La planta que crece podría dar frutos de oro”, y con los beneficios podría dominar a los demás.

La consecuencia es que la gente del valle, que antes lo admiraba, ahora empezar a temerle y a sentir envidia. Los campos de sus vecinos, a los que ahora les niega el agua, vuelven a secarse, creando un contraste visual muy potente con la exuberancia de su propia tierra.

Elian, consumido por la avaricia empieza, con el tiempo, a estar dispuesto a destruirlo todo antes que a ceder un ápice de lo que ahora considera "suyo".

Al final, la gente empobrecida, reacciona contra la avidez desproporcionada de Elian, tomando medidas para contrarrestar su nefasta evolución a un pésimo comportamiento comunal.

Tras las justas acciones realizadas por la gente vecinal, pierde las semillas y la situación invita a que pierda todo: la tierra, el respeto de su gente y, lo más importante, el noble propósito con el que empezó. El eco de la montaña, que al principio era una promesa de esperanza, se convierte en el eco vacío de su propia codicia

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