El poder del silencio

 🥋 El poder del silencio

En un pequeño dojo rodeado de colinas y bambú, vivía un anciano maestro de artes marciales llamado Haru. No era conocido por su fuerza, sino por su serenidad. Decían que podía escuchar el viento antes de que soplara.

Un día, un joven discípulo llamado Ren llegó al dojo, buscando aprender a defenderse del mundo. “Maestro,” dijo, “quiero ser fuerte. Quiero que nada me perturbe.”

Haru lo miró con una sonrisa suave y lo llevó al jardín. “Golpea ese bambú,” ordenó.

Ren lo golpeó con fuerza, pero el bambú se dobló y volvió a su lugar. “¿Lo ves?” dijo Haru. “El bambú no se resiste. No lucha contra el viento. Se adapta, pero nunca se rompe.”

Durante semanas, Ren entrenó con intensidad. Pero su mente estaba llena de ruido: preocupaciones, comparaciones, deseos. Cada vez que erraba un movimiento, se frustraba.

Una mañana, mientras practicaban katas, Haru lo detuvo. “Tu cuerpo está aquí, pero tu mente está en otro lugar. La atención es el primer arte. Si no puedes estar presente, no puedes ser libre.”

Ren se sentó bajo el bambú y comenzó a observar su respiración. Día tras día, aprendió a escuchar el silencio entre sus pensamientos. A notar cómo la mente quería correr, pero él podía elegir quedarse.

Un año después, Ren ya no buscaba fuerza. Buscaba claridad. Su mente se volvió como el bambú: flexible, consciente, positiva. No porque ignorara el dolor, sino porque sabía que todo pasaba, como el viento.

Haru le dijo entonces: “La verdadera defensa no está en el puño, sino en la mente que no se deja arrastrar. La atención consciente es el arte más alto. Y tú ya lo practicas.”

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La luz de la esperanza en un comienzo que el amor arroja a una situación límite

La luz de la esperanza en un comienzo que el amor arroja a una situación límite

En una aldea escondida entre colinas y robles centenarios, vivían Tomás y Clara, una pareja que parecía haber sido tejida por el mismo hilo de ternura. La guerra había arrasado pueblos cercanos, pero a ellos no los tocó: Tomás, con su pierna maltrecha desde niño, no fue llamado a filas. Clara, con manos de alfarera y alma de poeta, cuidaba de él y del huerto que alimentaba a ambos.

Cada noche, se sentaban bajo el alpendre de su casa, escuchando el canto de los grillos y el susurro del viento entre los árboles. Pero una noche, el silencio fue roto por un llanto que venía de la casa vecina. Era Teresa, una mujer joven, de mirada profunda y voz dulce, que acababa de recibir la carta que confirmaba la muerte de su marido en el frente.

Clara, conmovida, se acercó a ella. La encontró abrazada a la carta, temblando como una hoja. No dijo nada al principio. Solo se sentó a su lado, y le ofreció su mano. Teresa la tomó como quien se aferra a la última rama antes de caer.

Esa noche, Clara volvió a casa con el corazón encogido. Miró a Tomás y le dijo:

—Amor mío, esta noche quiero que hagamos algo por ella. No por compasión, sino por amor. Por el amor que nos sostiene, que nos ha salvado. Quiero que le demos un momento de dulzura, de calor humano. Que sienta que aún hay vida, que aún hay belleza. No es solo consuelo, es un acto de amor compartido. Ámala, como si fueras yo. Hazlo por nuestro amor, que no es posesión, sino generosidad.

Tomás la miró largo rato. No había deseo en su mirada, sino comprensión. Clara lo abrazó, y él fue a la casa de Teresa. No hubo palabras, solo gestos lentos, miradas sinceras, y un temblor compartido. Lo que ocurrió allí no fue pasión, sino un ritual de ternura, un acto de humanidad.

Al amanecer, Teresa salió al porche con una taza de café. Su rostro seguía triste, pero había en sus ojos una chispa nueva. Clara la saludó con una sonrisa suave, y Teresa le devolvió una mirada agradecida, sin culpa, sin vergüenza.

Desde entonces, los tres compartieron más que vecindad. Compartieron silencios, cosechas, y la certeza de que el amor, cuando es sincero, puede tomar muchas formas. Y que en medio de la guerra, la ternura puede ser el acto más revolucionario.

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El camino de Liang: El joven que tocó la puerta del Templo

El Camino de Liang: El Joven que Tocó la Puerta del Templo

Liang tenía solo 13 años cuando llegó al santuario Shaolin, con los pies descalzos y el corazón encendido por una sola idea: convertirse en monje guerrero. Los ancianos del templo lo miraron con compasión, pero también con firmeza. “Eres demasiado joven. No estás listo para el sufrimiento ni para la disciplina que exige este camino.”

Rechazado, pero no derrotado, Liang se instaló en el bosque cercano. Cada día, observaba los entrenamientos desde lejos. Por la noche, imitaba los movimientos con ramas y piedras. Aprendió a meditar bajo la lluvia, a correr entre los árboles, a escuchar el silencio como si fuera un maestro.

Pasaron meses. Un día, uno de los monjes lo vio practicando la forma del tigre con una precisión sorprendente. Intrigado, lo invitó a una prueba. Liang superó obstáculos físicos, mostró humildad ante la derrota, y una determinación que no se quebraba ni ante el dolor.

Finalmente, el abad del templo lo llamó. “Tu cuerpo aún es joven, pero tu espíritu ya ha recorrido un largo camino. Entra.”


🏯 El Camino de Liang – Capítulo I: El Umbral del Silencio

El portón de madera del templo Shaolín se cerró tras él con un sonido grave, como si la montaña misma respirara. Liang, con apenas catorce años, sintió que el mundo que conocía quedaba atrás. No había familia que lo esperara, ni hogar al que regresar. Solo tenía consigo una promesa que se había hecho a sí mismo: “Seré digno.”

🌿 Los Primeros Días

Los monjes no lo recibieron con celebraciones. Le asignaron tareas humildes: barrer los patios, cargar agua desde el manantial, preparar arroz para los entrenamientos. No se le permitía participar en las prácticas marciales. Observaba desde lejos, memorizando cada movimiento, cada respiración.

Por las noches, cuando todos dormían, Liang practicaba en secreto. Usaba sombras como maestros, y el viento como compañero. Su cuerpo flaqueaba, pero su voluntad se volvía acero.

🧘 El Maestro Silencioso

Un día, mientras recogía hojas en el jardín del bambú, un anciano monje lo observó. No dijo palabra. Solo dejó caer una piedra frente a él. Liang la miró, sin entender. El monje se marchó.

Al día siguiente, otra piedra. Y al siguiente, otra más.

Liang comprendió: debía construir algo. Sin instrucciones, sin guía. Así levantó un pequeño altar, sencillo pero armonioso. Cuando lo terminó, el monje volvió y dijo por primera vez: —“Ahora estás listo para aprender.”

Ese fue su verdadero inicio.

🥋 El Despertar del Guerrero

Liang comenzó su entrenamiento formal. Aprendió la forma del tigre, la del grulla, y la del dragón. Pero más allá de los golpes y posturas, aprendió a escuchar su cuerpo, a calmar su mente, a respetar el equilibrio entre fuerza y compasión.

Falló muchas veces. Se rompió el tobillo en una caída. Fue humillado por discípulos mayores. Pero nunca se rindió. Cada herida era una lección. Cada lágrima, una ofrenda al camino.


🔥 La Prueba del Fuego

A los diecisiete años, fue convocado para la Prueba del Fuego, un rito reservado para los discípulos más avanzados. Debía atravesar el Pasillo de los Cien Golpes, donde monjes lo atacarían sin tregua, y él debía resistir sin devolver un solo golpe.

Liang entró con el corazón sereno. Cada impacto lo doblaba, pero no lo quebraba. Recordó las piedras, el altar, las noches de práctica solitaria. Al final, cayó de rodillas… pero con una sonrisa.

El abad lo levantó y dijo: —“No eres el más fuerte. Pero eres el más sabio. El templo te reconoce.”


Liang se convirtió en maestro a los veinticinco años. Enseñaba no solo técnicas, sino filosofía, humildad y propósito. Su historia se convirtió en leyenda entre los muros del templo, y su altar de piedras aún permanece, como símbolo de que el verdadero camino no se abre con fuerza, sino con paciencia, humildad, talento y orgullo.

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El ejercicio de quien miente y sus consecuencias

El ejercicio de quien miente y sus consecuencias 

En el corazón de Valleclaro, un lugar donde las casas se acurrucaban como si buscaran calor y la sinceridad era tan valorada como la cosecha de otoño, vivía un hombre llamado Elian. Elian era el tejedor del pueblo, y sus manos eran capaces de crear tapices de una belleza casi dolorosa. Sin embargo, tras su innegable talento se escondía una profunda inseguridad, un miedo a no ser suficiente.

Todo comenzó con una mentira pequeña, un hilo insignificante en el gran telar de su vida. Un día, mientras reparaba el manto de la alcaldesa, cometió un error. Para ocultarlo, en lugar de admitirlo con franqueza, le dijo que había empleado una hebra de seda de araña lunar, un material legendario que, según él, hacía el tejido más resistente. La alcaldesa, maravillada, alabó su ingenio por todo el pueblo.

Elian sintió un calor que nunca le había dado la simple satisfacción de un trabajo bien hecho: el calor del engaño. Y le gustó.

Pronto, sus mentiras se volvieron su herramienta principal. A un granjero preocupado por sus tierras, le vendió un pequeño estandarte tejido con "hilos de sol poniente", asegurándole que protegería sus campos de cualquier plaga. Al posadero, le tejió un mantel con supuestos "hilos de la risa" para atraer clientes felices. Las mentiras se hicieron más grandes y elaboradas. La gente de Valleclaro, acostumbrada a la verdad, no tenía motivos para dudar. Pagaban sumas generosas por sus creaciones, no por su belleza, sino por las propiedades mágicas que Elian les atribuía.

Las consecuencias en el entorno comenzaron a manifestarse de forma sutil, como una polilla devorando un tejido desde dentro. El granjero, confiado en su amuleto, descuidó las precauciones habituales y una plaga arruinó la mitad de su cosecha. Culpó a su vecino, creyendo que la envidia había anulado la magia. El posadero, viendo que su negocio no mejoraba, se volvió un hombre amargado, pues pensaba que la gente de Valleclaro era inmune a la alegría que él había comprado.

La confianza, la urdimbre que mantenía unida a la comunidad, empezó a deshilacharse. Surgieron recelos y envidias. La gente ya no se ayudaba con la misma franqueza, pues ahora confiaban más en los objetos mágicos de Elian que en el esfuerzo compartido. Valleclaro dejó de ser un lugar de colaboración para convertirse en un conjunto de individuos esperanzados en soluciones falsas.

Mientras tanto, las consecuencias para Elian, el origen de las mentiras, eran una tormenta silenciosa. Por fuera, era el hombre más respetado y próspero del pueblo. Por dentro, era un prisionero. Vivía en un estado de alerta constante, aterrorizado por ser descubierto. Cada mentira era un nuevo hilo en la jaula que él mismo se estaba tejiendo. No podía disfrutar de la admiración, porque sabía que no era para él, sino para un fantasma que había creado.

Su soledad era absoluta. Estaba rodeado de gente que lo adoraba, pero no podía conectar sinceramente con nadie, pues cada conversación era una oportunidad para que su castillo de naipes se derrumbara. Había olvidado cómo hablar con franqueza, cómo mirar a los ojos sin calcular la siguiente falsedad. El peso de recordar cada engaño, a quién le había prometido qué, lo agotaba y le robaba el sueño.

La mentira definitiva llegó con la amenaza de una larga sequía. El río empezó a adelgazar y el pánico cundió. Presionado por su propia fama, Elian cometió su mayor osadía. Anunció que tejería un Gran Tapiz para el pueblo, uno que contendría "hilos de nube y hebras del mismísimo aliento del río", y que al colgarlo en la plaza, llamaría a la lluvia.

El pueblo entero se volcó. Le dieron sus ahorros, sus joyas y los mejores linos y lanas. Durante semanas, Elian se encerró, tejiendo un tapiz magnífico, pero con materiales ordinarios. El día que lo presentó, el cielo estaba despejado y metálico. El tapiz ondeó, hermoso y mudo. Pero la lluvia no llegó. Ni ese día, ni el siguiente, ni la semana después.

La decepción se convirtió en sospecha. Un niño, cuya madre le había dado a Elian su único broche de plata para "hacer el hilo más fuerte", preguntó en voz alta: «Yo no veo mi broche brillar en el tapiz». Fue la chispa que incendió la pradera. La gente comenzó a examinar el tejido, a comparar sus historias, a desenmarañar la verdad.

El derrumbe fue total. La ira del pueblo no fue solo por la sequía, que ahora era crítica por el tiempo perdido, sino por la traición. Se sintieron estúpidos, engañados. La confianza que una vez definió Valleclaro se hizo añicos.

A Elian no lo expulsaron con violencia. Simplemente, lo ignoraron. Se convirtió en un fantasma, el recordatorio viviente de su propia estafa. Perdió su taller, su riqueza y, lo más importante, su lugar en el mundo. Se quedó solo, rodeado por el silencio y el desprecio, con la única compañía del eco de sus propias mentiras.

Descubrió, en su amarga soledad, que la franqueza, aunque a veces humilde y sin adornos, es el único hilo que puede tejer un hogar. La mentira, por muy bella y atractiva que parezca, no construye palacios, sino jaulas de las que, al final, uno nunca puede escapar.

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El río de Lien y cómo nos afecta la lujuria

 El Río de Lien

En las laderas de la Montaña del Perpetuo Amanecer, vivía un joven jardinero llamado Lien. No era un jardinero común. Su vitalidad era tan desbordante que se decía que las flores se abrían más rápido a su paso. Su espalda era fuerte como el roble, su cabello, negro y brillante como la obsidiana, y su risa resonaba con la claridad de un arroyo de montaña.

El secreto de Lien, y el de su jardín, era un río que nacía de una cueva oculta en su propiedad. No era un río corriente; sus aguas eran densas, casi plateadas, y poseían una calidez que nutría la tierra de una forma milagrosa. Este río era la manifestación externa del propio Jing de Lien, su Esencia vital. Mientras el río fluyera con fuerza, la vida de Lien y de su jardín prosperaría.

Lien era consciente de su magnetismo. Su desbordante vitalidad atraía a muchas personas, y él se deleitaba en la atención y el placer. Pronto descubrió que podía usar las aguas de su río no solo para nutrir, sino para deslumbrar. Comenzó a desviar el cauce para crear efímeras y espectaculares fuentes que lanzaban chorros de agua brillante hacia el cielo durante sus fiestas nocturnas. Cada despliegue de placer momentáneo era un torrente de su Esencia vital derrochada por pura vanidad.

Mei, la anciana herborista del pueblo, lo observó con preocupación. Un día, se acercó a él mientras Lien reía, viendo cómo el agua de su río se evaporaba en el aire tras un instante de belleza.

«Lien», le dijo con voz suave pero firme. «El Palacio de tus Riñones es profundo, y tu río de Jing fluye con abundancia. Pero ninguna fuente es infinita. Usas tu Esencia para el espectáculo de una noche, olvidando que es el aceite que debe alimentar la lámpara de toda tu vida».

Lien, en la arrogancia de su juventud y poder, se rio. «El río siempre se ha rellenado, anciana. El placer de hoy es más real que la vejez de mañana».

Y continuó con sus excesos. Cada noche de pasión desenfrenada, cada acto centrado únicamente en la gratificación fugaz, era como abrir una compuerta en su río, dejando que su preciosa Esencia se vertiera sin propósito.

Al principio, los cambios fueron sutiles. Las hojas de sus melocotoneros ya no tenían el mismo verde intenso. Las rosas, aunque hermosas, parecían cansadas. Era su Qi, su energía diaria, que comenzaba a debilitarse al no tener una reserva de Jing fuerte que lo respaldara.

Luego, Lien comenzó a sentirlo en su propio cuerpo. Un dolor sordo se instaló en su espalda baja, justo en la zona de los Riñones. Sus rodillas, antes infatigables, protestaban al subir las laderas. Notó, con horror, los primeros hilos de plata en su cabello oscuro y sintió que su memoria, antes nítida, se volvía neblinosa. Su Shen, su espíritu, estaba perdiendo su luz.

Una mañana, se despertó no con el vigor de siempre, sino con una fatiga que se adhería a sus huesos. Alarmado, corrió hacia su río. El espectáculo lo dejó sin aliento. El cauce, antes caudaloso y vibrante, era ahora un hilo de agua turbia que se arrastraba perezosamente sobre las piedras. Su magnífico jardín estaba marchito, los colores apagados, y el aire olía a decadencia.

Lien, con el rostro surcado por una vejez que no correspondía a sus años, cayó de rodillas. Vio su reflejo en el escaso charco que quedaba: un hombre agotado, con la mirada vacía, la sombra de lo que fue. Había confundido el derroche con la abundancia, el placer efímero con la alegría duradera. Había vaciado su río para crear fuentes de una noche, y ahora se enfrentaba a una vida entera de sed.

Con un esfuerzo que le costó todo su ser, comenzó a cavar pequeños canales con sus manos, tratando de guiar el escaso goteo de su Esencia hacia una sola y pequeña planta, la única que aún mostraba un brote de vida. Comprendió la terrible lección de Mei: el Jing es el tesoro más grande. Y una vez que se ha malgastado, no hay espectáculo, ni placer, ni recuerdo que pueda volver a llenar el río de la vida.

Así pensó, ¿quieres llegar a viejo feliz, jovial y saludable? debo remediar mi caos sexual, cuidar mis relaciones (con sinceridad y honradez) y minimizar mis expulsiones y revitalizar mi Jing con lo que pueda ahora que aún puedo (nutrición, ejercicios espirituales, relaciones sanas,...) y esperar minimizar las consecuencias de aquellos, mis errores. 

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El recuerdo de Amara y cómo la avaricia puede hacer olvidar

El Recuerdo de Amara

En el alba de los tiempos, cuando el sol y la luna se miraban en el mismo y vasto océano, no existían los continentes, sino uno solo: un corazón de tierra única al que llamaban Amara.

En Amara vivían los Primeros Hijos. Sus pieles eran un mosaico de la propia tierra: las había del color del ébano pulido, del marfil más suave, de la arcilla rojiza y del dorado del trigo. Unos eran altos como los árboles primigenios, otros, menudos y ágiles. Los ancianos compartían su sabiduría con sonrisas surcadas de arrugas, y los niños corrían con la energía del viento. No conocían la escasez. La tierra, generosa y amada, les ofrecía frutos de mil sabores, granos que nutrían el cuerpo y el espíritu, y aguas que cantaban con pureza. Las viviendas, construidas con materiales vivos como madera y barro, se integraban en el paisaje como nidos o madrigueras, siempre respetando el espacio de cada ser.

El trabajo no era una carga, sino una danza. Cuidar de los campos, tejer las ropas, moldear la cerámica... cada quehacer era una forma de meditación, un acto de gratitud hacia Amara.

Todos compartían una misma alma, una filosofía de vida llamada "El Gran Equilibrio". Comprendían que cada acción, cada pensamiento, tenía un eco en la naturaleza. Su lengua, el "Canto Único", no se componía solo de palabras, sino también de tonos y silencios que imitaban el susurro de las hojas, el murmullo del río y el retumbar del trueno lejano. Sus normas eran sencillas: toma solo lo que necesites, devuelve siempre más de lo que tomas, y honra el ciclo de la vida hasta que la muerte, como una madre cansada, te llame al descanso final.

Pero la armonía, como la calma del mar, no estaba destinada a ser eterna.

Un día, en las costas brumosas del oeste, aparecieron unas naves silenciosas, negras como la obsidiana. De ellas descendieron unos seres envueltos en túnicas, que se hacían llamar los Susurrantes. No llegaron con armas ni con gritos de guerra, sino con sonrisas melosas y promesas vertidas al oído.

Venían de tierras ahogadas, decían, lugares donde uno debía luchar para ser más que el otro. Y con engaños, comenzaron a sembrar la duda.

«¿Por qué compartir el fruto más dulce?», susurraban a un agricultor. «Tú lo has cuidado. Debería ser solo tuyo. Mereces más». «¿Por qué tu casa es igual a la del vecino?», decían a un artesano. «Tus manos son más hábiles. Mereces una morada que refleje tu grandeza». «El Gran Equilibrio os hace a todos iguales», siseaban en las asambleas nocturnas. «Pero no sois iguales. Algunos estáis destinados a guiar, a poseer, a ser recordados por encima de los demás».

La semilla de la avaricia germinó en algunos corazones, y la soberbia la hizo crecer. Así, algunos grupos cedieron tanto su voluntad que negaron su comunicación con los ángeles que les indicaban cada instante en cada día. Así, unos pocos empezaron a acumular más comida de la que podían consumir, dejando que se pudriera antes que compartirla. Otros construyeron viviendas enormes que proyectaban sombras sobre las de sus hermanos. La palabra "mío" comenzó a escucharse más fuerte que la palabra "nuestro". Dejaron de escuchar el Canto Único (de los ángeles guía que cada uno poseía) para prestar atención a los susurros que prometían poder y singularidad.

Amara, la tierra viva, sintió la traición. El Gran Equilibrio se había roto. La codicia de sus hijos era una herida en su propio ser. La soberbia, una fiebre que la consumía.

Y la tierra, sufriendo, lloró.

No fue un terremoto de ira, sino un sollozo profundo que resquebrajó su piel. Las llanuras se arrugaron de pena, formando cordilleras inmensas. De sus fisuras no brotó lava de furia, sino ríos de lágrimas ardientes que separaron lo que una vez estuvo unido. Con un estruendo final, un desgarro irreparable, el continente único se partió en pedazos.

Grandes masas de tierra derivaron a la deriva, separadas por océanos nuevos y furiosos. Los Hijos de Amara quedaron aislados en estas nuevas islas-continente. Los Susurrantes, cumplido su objetivo de sembrar el caos, desaparecieron tan misteriosamente como llegaron.

Pasaron los siglos, y luego los milenios.

En cada tierra fragmentada, el Canto Único se rompió. Las palabras se deformaron, los tonos cambiaron, y de aquella lengua madre nacieron cientos de dialectos que pronto se convirtieron en idiomas incomprensibles entre sí.

El recuerdo del Gran Equilibrio se desvaneció, transformándose en mitos y leyendas. De aquella moral compartida surgieron religiones distintas, con dioses celosos, rituales complejos y mandamientos que a menudo enfrentaban a unos contra otros. Las culturas florecieron, únicas y ricas, pero construidas sobre el olvido. Se miraban los unos a los otros a través de los vastos océanos y se veían extraños, rivales, bárbaros. Pieles de diferentes colores, que antes eran motivo de belleza en la unidad, se convirtieron en excusas para el miedo y la desconfianza.

Y así, los Hijos de Amara olvidaron que una vez fueron hermanos en un mismo hogar. Olvidaron el lenguaje del corazón de la tierra y la sabiduría de vivir en armonía.

Pero a veces, en el silencio de la noche, en la belleza de una montaña solitaria o en la mirada de un niño, un eco casi imperceptible del Canto Único resurge. Un anhelo profundo de unidad, una nostalgia de un hogar perdido que no saben nombrar, un fugaz recuerdo de Amara. El último vestigio de la verdad de que, a pesar de las tierras y las lenguas que los separan, todos provienen del mismo y único corazón, creado por la insistencia fundada en amor de unidad que los ángeles guía fuerzan a refundar la expresión natural que entre las gentes de Amara existía.

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Dios se manifiesta en las relaciones entre los hombres. El egoísmo puede tergiversar el mensaje

Dios se manifiesta en las relaciones entre los hombres. El egoísmo puede tergiversar el mensaje 

Un día, un navegador experto naufragó y su barco se hundió. Él, con gran fe en un Dios supremo, le rogó que le ayudara a salvarse.

Pasó un barco cerca y tras avistarlo le dijeron que subiera a bordo. El náufrago rechazó la ayuda pues el estaba convencido de que Dios le ayudaría.

Pasaron varios barcos que trataron de ayudarlo, pero él siempre contestaba de la misma manera. Las circunstancias hicieron que, tras agotamiento, se ahogara y muriera definitivamente.

Ya muerto, su alma fue a donde habitaban ángeles con Dios y cuando un ángel le preguntó por qué no hizo caso a los barcos que, en su ayuda, Dios había enviado.

El náufrago dijo que él creía que Dios le ayudaría personalmente. El ángel, tras esta respuesta le contestó que Dios está en todas las personas e influye para igualar las atenciones a todos, no puede hacer que una persona sea más que los demás y haga que movilice recursos para ayudar a una persona, ignorando con ello la necesidades de otras. Las relaciones entre los hombre permiten que Dios, dentro de ellos, se manifieste para abarcar las atenciones a cada individuo.

Pero yo pedí ayuda y Dios no me dijo que le dijera al capitán de cada barco que aceptaba su ayudara.

Tú pediste ayuda a Dios pero querías a Dios todo para ti y no viste a Dios en la ayuda que te ofrecía el capitán de cada barco. 

Dios se manifiesta en las relaciones entre los hombres.

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