El maestro y la maratón invisible


🥋 El Maestro y la Maratón Invisible

En un doyang rodeado de bambúes, el Maestro Dai - Choe observaba a sus alumnos entrenar con intensidad. Algunos golpeaban con fuerza, otros corrían como si el viento los persiguiera. El sudor caía como lluvia sobre el tatami.

Al terminar la práctica, el Maestro se sentó en silencio. Los alumnos se reunieron a su alrededor, esperando una enseñanza.

—Hoy —dijo Dai-Choe — he visto muchos combates, pero pocos encuentros.

Los alumnos se miraron sin entender.

—La competición —continuó el Maestro— no es una guerra contra los demás. Es una danza con uno mismo. Cuando luchas por ser el mejor, el ego se disfraza de avaricia y te empuja a correr una maratón que no acaba con la primera carrera y mucho menos con la primera victoria. El cuerpo se fatiga por la autoexigencia de querer demostrar ser el mejor, la mente se agota por ansiedad, y el espíritu se pierde dividiendo cuerpo y mente entre las necesidades del ego y las necesidades del espíritu con la mente.

Uno de los discípulos preguntó:

—¿Entonces no debemos competir?

El Maestro sonrió.

—Sí, pero no para vencer al otro. Compite para conocerte. Corre para sentir tu respiración, el latir de tu corazón, y no para dejar atrás a los demás. Golpea para afinar tu energía, y mejorar tu psicomotricidad y no para aplastar. La verdadera victoria no está en el podio, sino en el equilibrio que mantienes en tus pasos que das en tu vida.

Se levantó y caminó hacia el jardín. Allí, un árbol torcido crecía junto a uno recto. Ambos daban sombra. Ambos eran necesarios.

—El entorno también compite —dijo señalando el jardín—, pero lo hace en armonía. Si tu lucha rompe esa armonía, no has ganado nada pues alguien acaba perdiendo algo más que una simple carrera. Si tu esfuerzo cuida tu salud y la de los que te rodean, entonces has comprendido el arte de la competición.

Los alumnos guardaron silencio. Desde aquel día, entrenaron con la mirada hacia adentro, y el doyang se llenó de una paz que resonaba más fuerte con cada grito que daban en sus clases de artes marciales y era un sentimiento conjunto mayor que cualquier grito de victoria individual.

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El hilo invisible


🌾 El hilo invisible


En un pequeño pueblo rodeado de montañas, vivía Chang Lee con su hijo Ha Niam. Su esposo, Kazuo, había partido años atrás en busca de trabajo en tierras lejanas. Desde entonces, Chang Lee cosía silenciosamente cada día, hilando telas para las vecinas, mientras esperaba las cartas y el modesto dinero que Kazuo enviaba desde el extranjero.

Su casa era humilde, pero limpia. El tatami siempre barrido, el altar con flores frescas, y el cuenco de arroz compartido sin quejas. Chang Lee no hablaba mucho, pero cada puntada que daba en sus costuras era una oración silenciosa por el futuro de Ha Niam.

Ha Niam, aún niño, observaba a su madre con ojos grandes y atentos. Aprendió a leer bajo la luz tenue de una lámpara de aceite, a estudiar con libros prestados, y a escuchar el viento como si le susurrara secretos. Nunca pidió más de lo que tenía. Su madre le enseñó que el verdadero valor no está en lo que se posee, sino en lo que se cultiva dentro.

Un día, el maestro zen del templo local lo vio ayudar a un anciano caído en el camino. Le preguntó:

—¿Por qué lo hiciste?

Haru respondió:

—Mi madre dice que el dolor ajeno es también nuestro.

El maestro sonrió y le ofreció enseñarle medicina tradicional. Así comenzó su camino.

Pasaron los años. Haru estudió con tenacidad, cruzó ciudades, aprendió de doctores y monjes, y finalmente, tras cursas medicina en una Universidad de  se convirtió en médico de urgencias. Salvaba vidas con manos firmes y corazón sereno. Nunca olvidó el aroma del arroz compartido ni el sonido de la aguja de su madre.

Cuando volvió al pueblo, ya adulto, encontró a Chang Lee sentada junto al viejo cerezo, cosiendo como siempre. Se arrodilló ante ella y dijo:

—Madre, todo lo que soy está tejido en tus hilos.

Ella sonrió, sin dejar de coser, y respondió:

—Entonces, hijo mío, que nunca se rompa el hilo invisible que nos une y ve al jardín donde te encontrarás con tu padre Kazuo.

Y así, en aquel pueblo donde el viento aún susurra, se cuenta la historia de una madre que con humildad, trabajo y esperanza, bordó el destino de su hijo con hilos invisibles del amor que entre ambos se tenían (que nunca desfalleció sino que se alimentó por la tenacidad y constancia mostrada en cada carta que se cruzaban) y que les unía a su hijo Ha Niam.

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